“Qué,
¿qué tal está el día?”, dijo desde detrás del mostrador. No me extrañó la
pregunta pues la librería, aunque espaciosa, seguía siendo más bien un cubículo
sin vistas a base de tanta fotocopiadora, tantos libros y tanto material
escolar esparcido por doquier. Cruzamos unas trivialidades sobre el tiempo que,
precisamente, por estar como estaba la mañana, esto es: de perros, invitaba la
cosa a desahogarse.
Entré
allí por nostalgia. Era la librería a la que solíamos ir en los años de la
Facultad; con las fotocopiadoras siempre echando -casi literalmente- humo,
igual que las rotativas de un periódico, como los pistones de un tren a vapor…
Todas las fotocopias de temarios, programas y libros las solíamos hacer allí.
Por entonces aún pagábamos en pesetas. Día tras día ahí estaba él al pie del
cañón, fotocopiando, engusanillando,,, metido en aquella cueva desde la que no
se sabía- apenas- si era de día o de noche, si hacía sol o si, por el contrario
como ayer, no acababa de escampar…
Ya
digo, más de veinte años... Y entonces, sin más, al pasar por delante de la
puerta, entré. No quería nada en concreto, simplemente entré. Estaba atendiendo
a una chica, lo que me permitió, mientras tanto, echar un vistazo al sitio.
Diría que seguía como siempre, si no fuera porque las fotocopiadoras estaban
apagadas y porque él tenía unos kilos de más y todos esos años acumulados debajo
de los ojos. Le compré, por justificar la entrada, un calendario de los
tradicionales y, tras contestarle a la pregunta del tiempo, salí de allí.
Entré
sólo por nostalgia, pero me fui con más nostalgia aún. Si no me hubiera dicho
nada… pero ¡ay!, tuvo que hablar, entablar conversación, y entonces fue cuando
ese “qué, ¿qué tal está el día?” me pareció aquel famoso y conmovedor “Decíamos
ayer”... y de pronto, volví a sentir otra vez en mis brazos el peso de un
manual de Derecho Romano.