Pedro Luis Raota |
Huyen
con lo puesto: dos maletas, el vestido de novios y los dos cerdos. Se muestran
reticentes -los cerdos - y echan para atrás seguramente por aquello de que más
vale lo malo conocido… el caso es que tienen que arrastrarlos todo el camino.
Ellos no, ellos van felices, ilusionados. No saben a dónde, ni qué harán… ni
siquiera se subieron a un tren o a un autobús con destino prefijado. Prefieren
caminar sin prisa, sin agobios. Lo único malo es que las maletas no son de
ruedas y pesan casi tanto como tiran los cerdos… así que se paran un rato en
medio de la carretera y hacen autostop. Me los encuentro y yo también paro. Los
cojo. Me cuentan su historia. Yo les cuento la mía: voy al trabajo como siempre
a esta hora por esta misma carretera y en esta misma soledad.
No me lo pienso, y cuando se apean, 15 kilómetros más allá, les pido los cerdos. Me miran con cierta lástima y después de ponerse de acuerdo sólo con sus ojos, me los dejan en el asiento de atrás. Me despido de ellos. Me desean suerte (yo a ellos no, no la necesitan) y doy la vuelta con el coche sin llegar a la fábrica. Tomo un desvío de la carretera. Uno. Uno cualquiera…
No me lo pienso, y cuando se apean, 15 kilómetros más allá, les pido los cerdos. Me miran con cierta lástima y después de ponerse de acuerdo sólo con sus ojos, me los dejan en el asiento de atrás. Me despido de ellos. Me desean suerte (yo a ellos no, no la necesitan) y doy la vuelta con el coche sin llegar a la fábrica. Tomo un desvío de la carretera. Uno. Uno cualquiera…
©SandraSánchez
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