Siendo yo muy pequeña, oía desde la cama el sonido de la sirena de los barcos.
Era un sonido grave, corto, intermitente, diría que incluso lastimero pero magestuoso. Uno de esos sonidos con personalidad.
Me gustaba mucho escucharlo porque eso significaba que era verano y que estaba al lado del mar.
Lo escuchaba casi todas las mañanas, al despertarme, y el sonido me hacía pensar en barcos enormes que venían de países exóticos cargados de sabe Dios qué misterios.
El “canto” de aquellas enormes sirenas me hacía sentir segura, la grandeza de los barcos a los que pertenecían me protegían desde la costa.
Escuchaba yo en silencio y nunca dije nada a nadie de lo que me hacían sentir ni preguntaba nada sobre ello, como si esos barcos me hablasen sólo a mí y yo debiera guardar el secreto…
Una mañana, muchos años más tarde, escuché el mismo sonido y me quedé callada muy atenta…no tuve la menor duda y la certeza cayó sobre mí como un jarro de agua fría. ¡Ni siquiera estaba yo en un lugar de costa!
El sonido que yo había identificado rápidamente como una de aquellas sirenas, provenía... del motor de una lavadora.
Aun así, muchas mañanas cuando me despierto, sigo oyendo aquellos barcos hablándome de largos viajes a países imposibles, de su llegada a mi puerto...aunque no haya costa y el mar quede muy lejos.