Injertamos nuestro árbol
con un “tequiero” en forma de
corazón. En muy poco tiempo el árbol comenzó a dar fruto. Al principio
aparecieron unas flores de color indefinido pero al cabo de unos días la fruta
empezó a tomar forma: al principio unos dedos, luego unas piernas con sus
rodillas y todo. Unas nalgas redondas y un sexo nuevo aún cerrado como una
nuez. Un vientre plano (sin ombligo), una espalda que el sol fue dorando cada
día, unos brazos largos de piel suave con las manos un poco encrespadas (a
saber si todo aquel proceso del nacer resultaba algo doloroso…), un cuello y un
rostro en perfecta armonía con ojos y labios aún sellados.
Nunca supimos si nos podía oír a nosotros o a los pájaros que a veces se
acercaban queriendo picotear su pelo abundante y fuerte que salía de la rama y
del que colgaba todo aquel cuerpo esplendoroso.
Fuimos a contemplarla juntos bastante tiempo. La llamábamos Pasión, y nos
gustaba ver cómo nos contemplaba desde allí arriba con una sonrisa en su boca y
un brillo especial en su mirada.
Luego, poco a poco se fue arrugando, secando, haciéndose cada vez más pequeña…
como si ella misma se fuera consumiendo en una llama que se apagaba y luego se
extinguiría… y así fue. Desapareció por completo y nosotros mirábamos la rama
desnuda con nostalgia. Hasta que un día, y en silencio, nos dimos cuenta de que
Pasión ya no estaba, que estuvo sí, que existió, que fue real… pero que ya no.
Dejamos grabado el corazón en nuestro árbol -como una cicatriz- y nunca volvimos. Tampoco hablamos nunca de
ello; simplemente seguimos con nuestros
horarios, con nuestras prisas, turnándonos para hacer la compra… pero cuando me
toca ir a la frutería y tienen maracuyá, siempre compro.
©SandraSánchez(Pulgacroft)
Viernes Creativo para el Blog: ElBic Naranja. Allí nos (pro)ponen la imagen y nosotros le ponemos las palabras.